lunes, 18 de abril de 2011

EL INSENSATO Y LA CARACOLA


Relato rescatado y desempolvado, basado en una anécdota real...

Hace ya unos cuantos años, cuando era una asidua esclava del maravilloso metro de Madrid, devoraba libros por doquier en mis largos viajes de punta a punta de la capital. Tal era ya mi práctica, que me daba igual hacerlo sentada, apoyada sobre alguna puerta o de pie, agarrada al pasamanos del vagón.

Aquella tarde, estaba totalmente inmersa en mi dulce adicción. La amante cautiva de Shirlee Busbee se había convertido en mi novela favorita en aquellos días de adolescencia. La protagonista, Nicole, se hacía pasar por un joven grumete en el barco pirata del capitán Sable. Una historia llena de amor, amistad, intrigas y aventuras. Era perfecta para evadirme de la realidad tan aburrida que me rodeaba en ese momento: un vagón lleno de gente gris, que escondía sus emociones tras un rostro agotado, una mirada perdida en el suelo o tras una leve sonrisa que pudorosamente volvía a esfumarse. Resultaba una situación bastante absurda porque en momentos como estos, somos capaces de estar casi inmóviles y en silencio, sin dirigirnos la palabra, aunque pasemos media hora juntos en un espacio tan pequeño. Como no nos conocemos, no somos capaces ni de darnos los buenos días, a no ser… que ocurra algo. Algo diferente, algo que nos saque de lo cotidiano, que sea capaz de hacernos reaccionar, algo tan pintoresco como lo que ocurrió aquella tarde de a mediados de agosto.

Me dirigía a una cita con un apuesto muchacho, alto, fuerte, pelo negro rizado y ojos marrones, que se me antojaba muy familiar al Capitán Sable de mi novela. Levanté la mirada para ver en qué estación se había detenido el tren. Al ver que Carabanchel no era mi parada, volví a sumergirme en mi placentera lectura…  Comencé a oír el plástico de una bolsa al que no quise dar importancia, pero tal era el insistente sonido, que por fin me digné a levantar la cara: junto a las ventanas del viejo vagón, se había colocado un hombre de unos cincuenta, con gafas de pasta negra. Vestía un traje oscuro con corbata (algo chillona para mi gusto) y en sus manos portaba una bolsa de plástico blanca, como las que nos suelen dar en la frutería o en la panadería del barrio. De pronto, para mi sorpresa, sacó una especie de caracola grande, de color verde y eso captó por completo mi atención. Me pregunté “¿qué hace un hombre tan mayor mirando con tanta fascinación a una simple caracola?”

Parecía estar cada vez más impaciente. Movía la caracola de un lado a otro, ahora la ponía del derecho y luego del revés. Por su frente, podían apreciarse unas diminutas gotas de sudor que empezaban a resbalarse por sus coloradas mejillas. En un arrebato, se llevó la caracola al pecho, se dio media vuelta y bajó la ventanilla. El aire cálido y el ruido que entraron en el vagón, captaron la atención de todos los que estábamos allí presentes. Un torrente de preguntas comenzó a asaltarme: ¿qué pretendía hacer aquel señor? ¿Por qué abrió la ventanilla? ¿Iba a tirar la caracola?, o lo que es peor, ¿iba a tirarse del tren en marcha…? Un escalofrío recorrió mi espalda. Empecé a sentir cierta tensión entre los demás pasajeros y supe que la mayoría estaba experimentando lo mismo que yo.

Lo curioso es que aquel personaje estaba completamente ensimismado. El resto del mundo parecía no existir para él. Asomó la cabeza por la ventanilla, se acercó la caracola a sus labios y empezó a emitir un sonido similar al del aullido de un lobo: auh, auuuuh, auh, auuh. Pude escuchar alguna risa nerviosa al otro lado del habitáculo, que se extinguía al instante, y un comentario que llegaba a mis oídos en forma de susurro procedente de la mujer que se sentaba a mi lado desde hacía algo más de veinte minutos: “está loco, pero ¿qué está haciendo?” Yo, tan solo encogí mis hombros y continué observando.

El hombre de la caracola prosiguió con su ritual hasta que salimos del túnel. Entonces, guardó su preciado instrumento en la vulgar bolsa de plástico, y se arrimó a la puerta para ser el primero en salir. Llegamos a Aluche y todos abandonamos el vagón, en cierto modo, aliviados. Unos se fueron a la calle, otros bajaron a coger el cercanías y los pocos que coincidimos en el andén para hacer el trasbordo a la línea azul, comentábamos partidos de risa  lo ocurrido. De pronto, uno dijo en voz baja, “ahí está de nuevo el loco”. Esta vez, se alejó del grupo hacia el final del andén, volvió a sacar la caracola y, ni corto, ni perezoso, colocó de nuevo el objeto en su boca y comenzó a aullar cada vez más fuerte. No tardó en aparecer a lo lejos el convoy que, chirriante, tomaba la curva para adentrarse en la estación. “¡Ahí está, aquí viene!—gritó el insensato de la caracola —¡Yo  le he llamado y él ha obedecido mis órdenes!”

Nos quedamos por unos instantes boquiabiertos pero no pudimos contener por más tiempo esa mezcla de sensaciones que llevábamos dentro, y empezamos a hablar de lo ocurrido como si nos conociéramos de toda la vida. A más de uno se nos pasó por la cabeza que habíamos sido víctimas de alguna cámara oculta…



BIENVENID@ A MI HUMILDE RINCÓN

Sentaos conmigo un rato.Os relataré mis anécdotas, vivencias, sueños y otras curiosidades para haceros pasar un rato agradable y, por qué no, para arrancaros alguna sonrisa. También os pido que tengais paciencia porque soy una principiante y, a medida que vaya aprendiendo, iré enriqueciendo mi humilde rincón.
¡Que disfruteis la experiencia!