La
niñera y la cocinera observaban con anhelo el recipiente lleno de nata, situado
sobre la vieja mesa de la cocina.
-¡Qué bien viven los ricos!—dijo Carlota mordiéndose el labio y mostrando una mezcla de deseo y de envidia.
-Qué
razón tienes—admitió Sara—no les falta de nada y no saben lo que es pasar
hambre. Si pudiéramos apartar un poquito para nosotras...
-¡Estás
loca! Conociendo a la señora, seguro que lo nota. Olvídalo.
Sara
rodeó la mesa sigilosamente, como un depredador rondando a su presa...
-Hay
mucha cantidad. ¿Cómo lo va a notar? ¡Ay, Carlota, me muero por untar el dedo y
probar un pegotito!
-¡Allá
tú!—resopló la niñera con fastidio—yo me voy.
-Carlota—la
llamó sin levantar demasiado la voz—espera. No te vayas. Tengo un plan.
-Anda,
anda. No te metas en líos...
-En
serio. Es buenísimo—insistió Sara.
La
niñera miró a la nata y se a acercó a la cocinera con las mejillas encendidas.
-Tráeme
al gato—dijo Sara con media sonrisa.
-¿Al gato? Definitivamente tú estás loca. Yo me voy, no quiero problemas con la señora—le advirtió la niñera y dio media vuelta con intención de abandonar la cocina pero Sara la agarró por el brazo y le insistió susurrando:
-No
seas tonta. Estás deseando hincarle el diente a la nata tanto como yo. Lo tengo
todo pensado. Confía en mí. Tráeme al gato y deja que me encargue yo del
resto...
*******
No
fue difícil dar con el siamés. Era fiel a sus costumbres. A esa hora de la
tarde, el sol de otoño incidía sobre una de las esquinas de la cama de su dueña
y allí estaba, hecho un ovillo.
Mientras,
Sara había colocado cuidadosamente la nata sobre la bandeja de plata dejando el
centro libre para las fresas, tal y como la señora le había ordenado. En ese
instante, entró Carlota cargando con el gato que, casi sin inmutarse, lanzaba
alguna que otra mirada peregrina a su alrededor a la vez que sacudía el rabo
con pereza.
-Bien—dijo
Sara—déjame que le limpie las patas y listo.
Carlota
no quiso preguntar nada a la cocinera. Es posible que sintiera miedo de
escuchar lo que seguramente se estaba imaginando.
Cuando
Sara terminó, lo cogió en brazos con mucho cuidado.
-Vigila
que no venga nadie—le ordenó entre risas a su compañera de fechoría.
Sara
le indicó a la niñera que se escondiera en la despensa.
-¡Ay,
ay, ay!—se lamentó la cocinera, haciéndose la angustiada—¿Y ahora qué hago?
¡Como te pille...!
-¿Qué
ocurre, Sara? ¿A qué vienen esos gritos?
-¡Ay,
señora! ¡Cuánto lo siento!—respondió lloriqueando.
-¿Pero
qué pasa? Me estás asustando.
-El
gato, señora. Que si lo cojo... lo mato.
-Que
le he pillado encima de la mesa, comiéndose la nata—le explicó haciendo una
excelente interpretación—mire, mire—le dijo señalando las pisadas.
La
señora, realmente preocupada al verla en ese estado de ansiedad, se acercó y, dándole
unas palmaditas en la espalda, le dijo:
-No
pasa nada, mujer. El pobre animal no sabe lo que hace. No te sientas culpable
por esto. Prepara unas pastas y el café, que de esta maldita nata me ocupo yo ahora
mismo.
Sara no podía dar crédito a lo que estaba presenciando: aquella jugosa y blanca crema resbalando por la bandeja de plata y cayendo lentamente al cubo de la basura. Lo que habría dado por cazar al vuelo un poquito...