jueves, 21 de noviembre de 2013

OBSESIÓN


—¡Estás, loco! —increpó Jeremy—¿cómo has podido?
—Tenía que hacerlo —respondió Fred apretando los dientes con fuerza.
—¿Tenías qué hacerlo? ¿Y ahora dónde vas a vivir?
—Tengo la tienda, me instalaré allí, no necesito mucho más.
—Ah, claro, la tienda, ¡cómo no se me había ocurrido! Esa que está al borde de la quiebra, esa que no pisa nadie en ¿semanas?, ¿meses?... Cambiar tu casa por un absurdo capricho, ¿pero en qué estabas pensando?
Sin mediar palabra, Fred giró sobre sus talones y desapareció dando zancadas por las oscuras y húmedas calles de Edimburgo, transportando con firmeza su nueva adquisición.
Cuando entró en el pequeño despacho de la trastienda, apoyó sobre el robusto escritorio de roble, el aparatoso paquete que había venido portando desde la sala de subastas. Lanzó sus guantes sin reparar en dónde caían y con manos temblorosas, rasgó el papel marrón que envolvía el espectacular oleo de Frank Dicksee.
—Por fin eres mía, sólo mía —se dijo con aire de triunfo y se dejó caer sobre el empolvado sillón orejero a observarla.
La pintura retrataba, con todo lujo de detalles, a una hermosa doncella, como la gran mayoría de las pinturas pertenecientes a la corriente pre-Rafaelita. Los trazos eran delicados, bien definidos, y la belleza del personaje era tal que conseguía cautivar la mirada de cualquiera que se dignara a observarla.
El título de aquella fascinante obra era “La larga espera de Julieta”.  Representaba a una joven dama esperando impaciente a su Romeo en un bonito balcón, adornado con flores y enredaderas que abrazaban las columnas formando una preciosa estampa. Al fondo se apreciaba un cálido atardecer con un cielo cubierto por nubes en tonos pastel.


Su gran amigo Jeremy tenía toda la razón al reprenderle por aquel acto tan imprudente, pero resulta que no fue un “absurdo capricho”, ni un momento de delirio lo que le hizo actuar así y ceder a cambio su piso de la prestigiosa Royal Mile. Lo cierto es que hace algo más de veinte años, acudió con sus padres a una lujosa fiesta organizada por un famoso galerista afincado en pleno corazón de la ciudad. A Fred nunca le gustaron ese tipo de celebraciones de la alta sociedad, llenas de chismes y de falsos amigos y menos aquellas en las que coincidía con su antiguo profesor Donald Frais, siempre acaparando toda la atención desde su silla de ruedas. Este rico y reputado catedrático de la universidad de Edimburgo utilizaba siempre la misma táctica para ganarse a las damas y, cómo no, para torturarle:
—Aquel estudiante se volvió loco, irrumpió en la cafetería, arma en mano y se puso a disparar sin sentido, al ver que tenía a mi lado a Frederick, hijo de mi mejor amigo, me abalancé sobre él y le desvié de la trayectoria de la bala. Solo recuerdo que caí al suelo y cuando desperté, me dijeron que no volvería a caminar nunca más.
A Fred se le hacía un nudo en el estómago cada vez que presenciaba esta escena, él jamás le pidió que le salvara la vida. Fue entonces cuando decidió apartarse del gentío y sin saber cómo ni por qué, fue a parar frente al cuadro que tan celosamente guardaba el dueño de aquella mansión en su ostentoso despacho. El flechazo fue inminente y desde entonces, la imagen de la bella Julieta allí retratada, le acompañó día y noche hasta convertirse en la razón de su existencia.
Hoy, sentado en su sillón, no daba crédito a lo que había conseguido. ¿Podía acaso sentir más felicidad? Imposible, él se consideraba la definición de tan preciada palabra.
Pasaron las horas, los días y aquella nube de felicidad se iba haciendo cada vez más pequeña. De aquella brillante y cálida emoción había pasado al oscuro y angustioso sentimiento de la frustración.
Pero algo ocurrió aquella noche, en pleno temporal de nieve, cuando las campanillas que avisaban de la presencia de un cliente comenzaron a tintinear.
—¡Enseguida estoy con usted! —gritó Fred desde su humilde despacho, haciendo tiempo para enjugar y limpiar las lágrimas.
La tienda que regentaba estaba llena de objetos y muebles colocados de forma caótica a lo largo y ancho de todo el local. Para los ojos de cualquier persona ajena al mundo de lo artístico, no eran más que un montón de trastos viejos; en cambio, para cualquier experto o enamorado del arte, todas aquellas creaciones poseían un valor incalculable.
Junto al mostrador, aguardaba un hombre desgarbado, de avanzada edad, que portaba una bolsa de papel en sus manos. A Fred le pareció un mendigo buscando cobijo y se dirigió a él dispuesto a echarle mientras se limpiaba sonoramente la nariz con su pañuelo blanco de hilo fino.
—¿Se encuentra usted bien, caballero? —preguntó el anciano conmovido por la pena que emanaba de su mirada.
Enseguida se dio cuenta de que la imagen que se había formado de aquel señor no se correspondía con la realidad y decidió atenderle con la amabilidad que le caracterizaba.
—Sí, estoy bien gracias. Es este dichoso catarro que me tiene un poco congestionado. Usted dirá, ¿en qué puedo ayudarle?
—Verá, le traigo un objeto que no podrá rechazar —dicho esto, sacó de la bolsa una peculiar regadera de cobre.
Fred se quedó sin palabras.


No había duda de que se trataba de la regadera “mágica” de la mitología vikinga: Un  peculiar recipiente redondo de cobre rojizo que poseía un extraordinario poder, ya que devolvía a la vida todo cuanto se regaba con ella.
Fascinado por aquel objeto, Fred sacó su lupa de precisión y lo observó con más detalle.
—¿Cuánto quiere por ella?—preguntó sin apartar su mirada de la mítica regadera.
—10.000 £
—¿Qué? —dijo Fred ofendido—eso es una barbaridad.
—¿Está seguro? —le reprochó el extraño—teniendo en cuenta todo lo que podría hacer con ella…, yo pienso que es un precio bastante modesto.
—Lo siento mucho —respondió intentando mantener la calma—pero en estos momentos no podría comprársela aunque quisiera, no dispongo de liquidez, mi última adquisición se ha llevado gran parte de mi patrimonio—terminó la frase arrastrando las palabras.
—Lo sé, últimamente no se habla de otra cosa en toda Escocia.  Entre usted y yo —dijo en tono confidente—¿tanto valía para usted aquel cuadro? —hizo una breve pausa y retirando la regadera del mostrador, continuó—Vaya, es una pena que no pueda quedarse con este bonito objeto. ¿Se imagina lo que podría hacer con ella? Tan solo regar una imagen para llenarla de vida…
El anciano se dio media vuelta pero la mano de Fred agarró su hombro a tiempo.
—Espere, ¿cómo sé yo que es la auténtica y que realmente tiene ese poder?
—Muy sencillo, querido Frederick, la probé con mis propias piernas.
—Un momento, cómo sabe mi… —Fred se quedó atónito al reconocer a un Donald Frais más delgado, más envejecido y sin su silla de ruedas.
—Sí, soy yo. Como puedes comprobar, la regadera funciona.
Fred empezó a imaginar lo que haría con ella y, desesperado, lanzó su única oferta:
—Tengo 7.000 £ en mi cuenta, eso es todo cuanto poseo, si acepta, mañana acudiré al banco y formalizaré el pago.
—De acuerdo—dijo tras un incómodo silencio—Pero haremos lo siguiente: yo le entrego en este momento la regadera—para no llevarla encima a estas horas de la noche—a cambio, querido Frederick, redactará un escrito en el que conste que si mañana no me ha hecho entrega del dinero que me debe, recuperaré mi regadera y, para compensarme, usted me cederá su preciosa obra de Dicksee.
Fred era un hombre de palabra y sabía que lo primero que haría al despertar sería acudir al banco a cumplir con su parte del contrato así que no tuvo inconveniente en escribir aquel documento para tranquilidad del viejo Donald.
Bastaron unos segundos tras despedir al profesor, para plantarse frente al cuadro con una gran sonrisa.
Sin perder más tiempo, se dirigió al baño para llenar la regadera canturreando la melodía de algún clásico.
Con cierta incredulidad, dirigió su mirada a la pastilla de jabón. Volcó levemente la regadera y del pitorro emanó un chorro de agua que empapó el jabón entero. Se quedó un rato observando y aquella sonrisa de esperanza se desdibujó de golpe.
—¡Soy idiota! —se insultó frente al espejo. De pronto, brotó una escandalosa carcajada de su boca—Sí, soy un auténtico idiota, ¿pero qué esperaba, que saliera dando saltos de la jabonera?
Corrió a su despacho e hizo la prueba con la planta seca que tenía junto a la ventana. No había duda de que aquella era la auténtica regadera vikinga.
De nuevo frente al cuadro, le asaltaron las dudas: “¿Y si solo funciona con seres vivos? ¿Y si te riego y solo consigo estropearte?, te perdería para siempre.”
“Piensa, piensa, se te tiene que ocurrir algo”
No tardó en escoger un pequeño bodegón en el que aparecían varios peces muertos, una hogaza de pan y una copa con vino blanco. Sin detenerse, roció a los peces con su regadera de cobre y como si de un milagro se tratase, aquellas resbaladizas criaturas comenzaron a moverse y a retorcerse mientras abrían y cerraban la boca tratando de respirar.
Regresó al despacho con aire triunfal. Pero una última duda le asaltó antes de dar el gran paso: “¿y si no le gusto? ¿y si me rechaza?”
—No, no puedo hacerlo —se convenció a sí mismo—pero tampoco puedo quedarme así.
Se dirigió a la tienda, donde guardaba los trajes de época y escogió un bonito atuendo que había sido utilizado para representar a Romeo en el Teatro Real en un centenar de funciones.
Esta vez, aferró la rechoncha regadera de cobre, y regó toda la superficie del lienzo. En vez de emborronarse, los colores se volvieron más intensos y la joven del cuadro se giró a observarlo. De sus ojos verdes brotaron lágrimas de emoción y, a continuación, extendió su pálida y delicada mano de doncella para acariciar el rostro de su apuesto galán pero una especie de barrera invisible le impedía llegar hasta él.
Fred se acercó aun más y estiró el brazo. La mano del muchacho atravesó el oleo sin resistencia y fue absorbido hacia el interior del cuadro con gran violencia. Tumbado en el suelo, fue atendido por la bella dama, que se deshizo en caricias y abrazos.
No podría decir con exactitud el tiempo que pasaron hablando, riendo, regalándose besos y abrazos pero sí me atrevería a afirmar que estaban hechos el uno para el otro y que la larga espera había merecido la pena.
—Amor mío, llevamos mucho tiempo aquí fuera —le susurró Julieta al oído—se me están durmiendo las piernas, mira apenas puedo moverlas.
Fred salió de su ensueño y se dio cuenta de que algo no iba bien. Al igual que su amada, él también notaba cierto entumecimiento en sus piernas. Alarmado, observó a su alrededor y comprobó que las hojas y las flores del balcón habían dejado de moverse, que la suave brisa del atardecer se había detenido por completo, fue entonces cuando se fijó en los colores: ya no eran tan intensos y podía apreciar el detalle de las pinceladas, incluso en el camisón de su amada. Lleno de esperanza, comprendió que mientras el cuadro permaneciera húmedo ellos se mantendrían con vida. Con un gesto inconsciente intentó alcanzar la regadera pero la misma barrera invisible que detuvo a Julieta al principio, ahora le impedía volver a su despacho.
Resignado pero feliz por estar junto a la mujer de su vida, se sentó sobre el muro del balcón, la agarró por la cintura y le pidió que le abrazara y le besara como si esa fuera la última vez.
    










jueves, 7 de noviembre de 2013

LA MUDA Y LA CIEGA



Fue en unas Navidades, a principios de los 80, cuando coincidieron en mi hogar la muda y la ciega.
A mi familia y a mí nos agradaba acompañarlas durante un buen rato después de comer pues era la gran novedad de aquellos días.
La una era discreta y silenciosa y retransmitía los dos únicos canales en una rica escala de grises. 
¡Cuántas veces jugamos a adivinar el color de las imágenes que tan alegremente desfilaban por su abombada ventana! La otra, en cambio, era dicharachera y fanfarrona y la muy testaruda se negaba a deleitarnos con su mirada  tan viva y tan colorida. ¡Cuántas veces intentó convencerla mi hermano mayor, agazapado sobre ella, mimándola y fijando sus cables a la placa con diminutas bolitas de estaño! Al final, tuvo que desistir de su empeño...
Recuerdo que al principio resultaba divertido: nos sentábamos los cinco a ver a la muda en el cuarto de estar para, seguidamente, levantarnos a escuchar a la ciega en el salón contiguo. Pero al final se convirtió en un incordio; sobre todo, cuando teníamos que elegir entre mirar, sin tener ni idea de lo que estaban hablando, o escuchar, sin ver lo que estaba pasando.
Fue entonces, al observar cómo el entusiasmo se borraba de nuestros rostros, cuando mi madre dijo:
-Tengo una idea. Juntemos las dos televisiones.
-¡¿Qué?!—exclamamos al unísono.
-Sí. Juntémoslas y a ver qué pasa.
-Pero ¿cómo? Si no hay espacio para ponerlas juntas—protestó mi padre.
-Pues una encima de la otra—sugirió mi hermano el mediano.
Sin mediar palabra, nos pusimos manos a la obra y, de nuevo, como si de una ola se tratara, nos envolvió la emoción.



Y así pasamos aquellas frías tardes de invierno; al calor de la familia, despanzurrados en el viejo sofá del cuarto de estar, viendo a la muda y escuchando a la ciega.