Fue en unas Navidades, a principios de los 80,
cuando coincidieron en mi hogar la muda y la ciega.
A mi familia y a mí nos agradaba acompañarlas
durante un buen rato después de comer pues era la gran novedad de aquellos días.
La una era discreta y silenciosa y retransmitía los
dos únicos canales en una rica escala de grises.
¡Cuántas veces jugamos a adivinar el
color de las imágenes que tan alegremente desfilaban por su abombada ventana!
La otra, en cambio, era dicharachera y fanfarrona y la muy testaruda se negaba
a deleitarnos con su mirada tan viva y
tan colorida. ¡Cuántas veces intentó convencerla mi hermano mayor, agazapado
sobre ella, mimándola y fijando sus cables a la placa con diminutas bolitas de
estaño! Al final, tuvo que desistir de su empeño...
Recuerdo que al principio resultaba divertido: nos
sentábamos los cinco a ver a la muda en el cuarto de estar para, seguidamente,
levantarnos a escuchar a la ciega en el salón contiguo. Pero al final se
convirtió en un incordio; sobre todo, cuando teníamos que elegir entre mirar,
sin tener ni idea de lo que estaban hablando, o escuchar, sin ver lo que estaba
pasando.
Fue entonces, al observar cómo el entusiasmo se borraba
de nuestros rostros, cuando mi madre dijo:
-Tengo una idea. Juntemos las dos televisiones.
-¡¿Qué?!—exclamamos al unísono.
-Sí. Juntémoslas y a ver qué pasa.
-Pero ¿cómo? Si no hay espacio para ponerlas juntas—protestó
mi padre.
-Pues una encima de la otra—sugirió mi hermano el mediano.
Sin mediar palabra, nos pusimos manos a la obra y,
de nuevo, como si de una ola se tratara, nos envolvió la emoción.
Y así pasamos
aquellas frías tardes de invierno; al calor de la familia, despanzurrados en el viejo sofá del
cuarto de estar, viendo a la muda y escuchando a la ciega.
Me encanta!!! Original, ligero y entrañable!!! Gracias por desempolvarlo!! Besines
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