martes, 3 de diciembre de 2013

TERROR A LOS POSTRES


Recuerdo que estábamos solos en casa de sus padres, recostados en el sofá, tapados con una suave y cálida manta de terciopelo marrón, saboreando las exquisitas palomitas que, minutos antes, había preparado Juan en el microondas. A nuestros pies, estaban sus dos inseparables foxterrier que yacían medio adormilados sobre la gruesa alfombra de lana. En la tele, acababa de dar comienzo todo un clásico del cine de terror: Al final de la escalera, de Peter Medak. Sin lugar a dudas toda una película de culto en la que el célebre George C. Scott da vida a un compositor y profesor de piano que pierde a su mujer y a su hija en un trágico accidente y que se ve en la necesidad de mudarse a Seattle, a una gran casa solitaria donde no tardará en presenciar una serie de fenómenos paranormales que parecen provenir del ático.

Jamás podré borrar de mi mente, esa maravillosa—y a la vez escalofriante—escena en la que el compositor observa la casa desde el exterior y se da cuenta de que hay algo que no le cuadra en la fachada, una ventana de una habitación en la buhardilla a la que nunca ha entrado porque nunca ha visto la puerta para acceder a ella. Intrigado por desvelar el misterio, entra en la casa, se dirige a la última planta la recorre sin encontrar rastro de esa habitación, de pronto se detiene frente a un armario del pasillo, abre la puerta y cuando va a darse la vuelta para salir de allí, siente el suave sonido de una corriente de aire que parece provenir del otro lado de la pared. Aparta la estantería que tiene delante y comienza a arrancar los tableros por entre los que se cuela esa misteriosa corriente. Asombrado descubre una puerta cerrada con un grueso candado. Agarra un martillo y lo golpea sin piedad. En ese momento, el ruido del martilleo se funde con el desconcertante sonido de los golpes que se repiten todos los días a la misma hora y que resuenan en toda la casa.

-Algo que me pone los pelos de punta de todas estas películas es ver cómo el personaje se va solito a la boca del lobo—le confesé a Juan en la cocina, después la película—no entiendo por qué lo hacen. Yo habría salido corriendo de aquella casa sin pensármelo dos veces desde la primera señal.

-Sí, sí, seguro—rebatió Juan—y ¿adónde te habrías ido?, normalmente se quedan porque no tienen otro sitio al que ir, o porque la casa se ha tragado a algún ser querido, como pasa en Poltergaist con la niña, cómo van a huir todos y dejar a su hija desaparecida allí, por eso aguantan todo lo que pueden.

-Vale, en el caso de Poltergaist tienes razón pero en la que acabamos de ver y en la mayoría del género, yo creo que la curiosidad está por encima del miedo porque de lo contrario, huirían y se salvarían. ¿Por qué crees que sentimos miedo?—me encaré a él emocionada con mi irrebatible argumento—Se supone que es un mecanismo de defensa que venimos arrastrando desde nuestros ancestros, lo que nos ha mantenido vivos desde la prehistoria…
-Vaya, qué filosófica te has puesto. Yo creo que es más sencillo que todo eso: sin ese tipo de comportamientos absurdos, no habría tensión, ni sustos y dejaría de ser una película de terror—concluyó colocando un plato lleno de espaguetis frente a mí—anda, come antes de que se enfríe la cena, no vaya a ser que baje la pelotita rodando por las escaleras y nos fastidie la velada.

-Serás bobo—le dije devolviéndole una cálida sonrisa.

Ambos perros también tuvieron su comida especial: un bol lleno de arroz y pienso. Ellos tardaron poco en devorarlo y en buscar su rincón para reposar antes de su última salida del día.

Juan se levantó a por el postre, abrió la nevera y… ¡plas!, nos quedamos a oscuras. Reconozco que el cosquilleo en el estómago fue similar al que había sentido antes viendo determinadas partes de la película. Él se desplazó palpando un cajón y sacó una linterna.

¡Mierda, no funciona, como de costumbre las pilas estarán gastadas!

En otro intento, por iluminar sus pasos, encontró una caja de cerillas y encendió una vela que tenía su madre de adorno sobre la encimera.


-Esto es otra cosa—exclamó orgulloso mientras apagaba de un soplido la cerilla.

Comprobó el cuadro eléctrico, levantó el fusible y todo volvió a la normalidad.

Pasado el pequeño sobresalto, continuamos saboreando el delicioso helado de tarta de queso que horas antes habíamos comprado para la ocasión.

Ambos perros comenzaron a mostrarse un poco inquietos y Juan y yo salimos con ellos para que pudieran hacer sus necesidades.

Regresamos enseguida a la cocina, Juan iba a acompañarme a casa pues por aquellos años yo vivía con  mi madre y tenía que respetar la hora de llegada.

-¿Has oído eso?—pregunté un poco desconcertada.

-No, no he oído nada, ¿el qué?

-Nada, me había parecido oír algo… como muy lejano.

-¡Venga ya, te estás quedando conmigo!

De pronto, oí lo mismo pero más cerca y con más claridad, era como el sonido del viento, o más bien, como unas voces imitando el sonido del viento. Cuando se lo dije a Juan, no me tomó enserio hasta que de pronto, oímos un golpe que provenía del sótano.

Sentí otro escalofrío pero este recorrió toda mi espalda. Estaba pasando algo muy extraño, pero ¿qué podía ser, si estábamos él y yo solos?

Juan empuñó un bate de baseball que siempre tenía cerca cuando se quedaba solo en aquella casa, por si entraba alguien. Yo lo único que encontré fue una especie de rodillo de un servilletero y me fui tras él.

Se dio media vuelta y le hizo un gesto a sus perros para que lo siguieran y comenzamos a bajar las escaleras. Estaba temblando pero teníamos que averiguar de qué se trataba, estábamos seguros de que allí no podía haber nadie porque la casa tenía rejas en todas las ventanas y la puerta había estado cerrada en todo momento, menos cuando sacamos a los perros pero estuvimos delante de ella todo el rato. El caso es, que en el sótano había algo y fuera lo que fuera no era humano.

El sonido volvió a manifestarse, era como si algo o alguien dijera aaaaaaaaah en un tono como de ultratumba. La situación era escalofriante y a la vez surrealista pero aun así continuamos bajando escalón a escalón. Al girar en el descansillo, antes del último grupo de escalones, escuchamos un estruendo como de cristales que se rompen y caen al suelo. Juan agarró el bate de madera con más fuerza y abrió lentamente la puerta que daba acceso al sótano; para mayor desconcierto, escuchamos aplausos como si alguien esperara nuestra magistral entrada pero lo más estremecedor es que allí no había nadie.

El breve silencio se nos hizo eterno hasta que la voz del locutor proclamaba su gran admiración por la banda sonora de no sé qué película de terror. Entonces todo empezó tener sentido, como en esas películas de misterio en las que el detective narra al espectador lo sucedido: resulta que por la mañana, Juan había estado allí grabando una cinta de música y con las prisas, se había dejado encendido el equipo. Luego, pasamos el resto del día fuera y cuando volvimos, estuvimos viendo la película. Después, cenamos y cuando se fue la luz, al volver la corriente, el equipo volvió a su modo por defecto, el de la radio, con la retorcida casualidad de que, en el momento en el que sucedió todo esto, estaban retransmitiendo un programa sobre bandas sonoras de cine de terror.

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