Recuerdo que estábamos
solos en casa de sus padres, recostados en el sofá, tapados con una suave y
cálida manta de terciopelo marrón, saboreando las exquisitas palomitas que,
minutos antes, había preparado Juan en el microondas. A nuestros pies, estaban
sus dos inseparables foxterrier que yacían medio adormilados sobre la gruesa alfombra
de lana. En la tele, acababa de
dar comienzo todo un clásico del cine de terror: Al final de la escalera, de Peter Medak. Sin lugar a dudas toda una
película de culto en la que el célebre George C. Scott da vida a un compositor y profesor de piano que pierde a
su mujer y a su hija en un trágico accidente y que se ve en la necesidad de
mudarse a Seattle, a una gran casa solitaria donde no tardará en presenciar una
serie de fenómenos paranormales que parecen provenir del ático.
Jamás podré borrar de
mi mente, esa maravillosa—y a la vez escalofriante—escena en la que el
compositor observa la casa desde el exterior y se da cuenta de que hay algo que
no le cuadra en la fachada, una ventana de una habitación en la buhardilla a la
que nunca ha entrado porque nunca ha visto la puerta para acceder a ella.
Intrigado por desvelar el misterio, entra en la casa, se dirige a la última
planta la recorre sin encontrar rastro de esa habitación, de pronto se detiene
frente a un armario del pasillo, abre la puerta y cuando va a darse la vuelta
para salir de allí, siente el suave sonido de una corriente de aire que parece provenir
del otro lado de la pared. Aparta la estantería que tiene delante y comienza a
arrancar los tableros por entre los que se cuela esa misteriosa corriente.
Asombrado descubre una puerta cerrada con un grueso candado. Agarra un martillo
y lo golpea sin piedad. En ese momento, el ruido del martilleo se funde con el
desconcertante sonido de los golpes que se repiten todos los días a la misma
hora y que resuenan en toda la casa.
-Algo que me pone los
pelos de punta de todas estas películas es ver cómo el personaje se va solito a
la boca del lobo—le confesé a Juan en la cocina, después la película—no
entiendo por qué lo hacen. Yo habría salido corriendo de aquella casa sin
pensármelo dos veces desde la primera señal.
-Sí, sí, seguro—rebatió
Juan—y ¿adónde te habrías ido?, normalmente se quedan porque no tienen otro
sitio al que ir, o porque la casa se ha tragado a algún ser querido, como pasa
en Poltergaist con la niña, cómo van a huir todos y dejar a su hija
desaparecida allí, por eso aguantan todo lo que pueden.
-Vale, en el caso de
Poltergaist tienes razón pero en la que acabamos de ver y en la mayoría del
género, yo creo que la curiosidad está por encima del miedo porque de lo
contrario, huirían y se salvarían. ¿Por qué crees que sentimos miedo?—me encaré
a él emocionada con mi irrebatible argumento—Se supone que es un mecanismo de
defensa que venimos arrastrando desde nuestros ancestros, lo que nos ha
mantenido vivos desde la prehistoria…
-Vaya, qué filosófica
te has puesto. Yo creo que es más sencillo que todo eso: sin ese tipo de
comportamientos absurdos, no habría tensión, ni sustos y dejaría de ser una
película de terror—concluyó colocando un plato lleno de espaguetis frente a
mí—anda, come antes de que se enfríe la cena, no vaya a ser que baje la pelotita
rodando por las escaleras y nos fastidie la velada.
-Serás bobo—le dije
devolviéndole una cálida sonrisa.
Ambos perros también
tuvieron su comida especial: un bol lleno de arroz y pienso. Ellos tardaron
poco en devorarlo y en buscar su rincón para reposar antes de su última salida
del día.
Juan se levantó a por
el postre, abrió la nevera y… ¡plas!, nos quedamos a oscuras. Reconozco que el
cosquilleo en el estómago fue similar al que había sentido antes viendo
determinadas partes de la película. Él se desplazó palpando un cajón y sacó una
linterna.
¡Mierda, no funciona,
como de costumbre las pilas estarán gastadas!
En otro intento, por
iluminar sus pasos, encontró una caja de cerillas y encendió una vela que tenía
su madre de adorno sobre la encimera.
-Esto es otra
cosa—exclamó orgulloso mientras apagaba de un soplido la cerilla.
Comprobó el cuadro
eléctrico, levantó el fusible y todo volvió a la normalidad.
Pasado el pequeño
sobresalto, continuamos saboreando el delicioso helado de tarta de queso que horas
antes habíamos comprado para la ocasión.
Ambos perros comenzaron
a mostrarse un poco inquietos y Juan y yo salimos con ellos para que pudieran
hacer sus necesidades.
Regresamos enseguida a
la cocina, Juan iba a acompañarme a casa pues por aquellos años yo vivía
con mi madre y tenía que respetar la
hora de llegada.
-¿Has oído
eso?—pregunté un poco desconcertada.
-No, no he oído nada,
¿el qué?
-Nada, me había
parecido oír algo… como muy lejano.
-¡Venga ya, te estás
quedando conmigo!
De pronto, oí lo mismo
pero más cerca y con más claridad, era como el sonido del viento, o más bien,
como unas voces imitando el sonido del viento. Cuando se lo dije a Juan, no me
tomó enserio hasta que de pronto, oímos un golpe que provenía del sótano.
Sentí otro escalofrío
pero este recorrió toda mi espalda. Estaba pasando algo muy extraño, pero ¿qué
podía ser, si estábamos él y yo solos?
Juan empuñó un bate de
baseball que siempre tenía cerca cuando se quedaba solo en aquella casa, por si
entraba alguien. Yo lo único que encontré fue una especie de rodillo de un
servilletero y me fui tras él.
Se dio media vuelta y
le hizo un gesto a sus perros para que lo siguieran y comenzamos a bajar las
escaleras. Estaba temblando pero teníamos que averiguar de qué se trataba,
estábamos seguros de que allí no podía haber nadie porque la casa tenía rejas
en todas las ventanas y la puerta había estado cerrada en todo momento, menos
cuando sacamos a los perros pero estuvimos delante de ella todo el rato. El
caso es, que en el sótano había algo y fuera lo que fuera no era humano.
El
sonido volvió a manifestarse, era como si algo o alguien dijera aaaaaaaaah en un tono como de ultratumba. La situación era escalofriante y a la vez surrealista pero aun así continuamos bajando escalón a escalón. Al
girar en el descansillo, antes del último grupo de escalones, escuchamos un estruendo
como de cristales que se rompen y caen al suelo. Juan agarró el bate de madera
con más fuerza y abrió lentamente la puerta que daba acceso al sótano; para mayor
desconcierto, escuchamos aplausos como si alguien esperara nuestra magistral entrada
pero lo más estremecedor es que allí no había nadie.
El breve silencio se
nos hizo eterno hasta que la voz del locutor proclamaba su gran admiración por
la banda sonora de no sé qué película de terror. Entonces todo empezó tener
sentido, como en esas películas de misterio en las que el detective narra al
espectador lo sucedido: resulta que por la mañana, Juan había estado allí
grabando una cinta de música y con las prisas, se había dejado encendido el
equipo. Luego, pasamos el resto del día fuera y cuando volvimos, estuvimos
viendo la película. Después, cenamos y cuando se fue la luz, al volver la corriente,
el equipo volvió a su modo por defecto, el de la radio, con la retorcida
casualidad de que, en el momento en el que sucedió todo esto, estaban retransmitiendo
un programa sobre bandas sonoras de cine de terror.
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