martes, 3 de junio de 2014

EL REGALO

—He sido yo —confesó Héctor con un hilo de voz— con estas manos... mis propias manos...
A esas horas de la noche, la comisaría del barrio estaba casi vacía. Apenas un par de policías ocupaban su puesto frente al ordenador—uno tomando declaración a una pareja extranjera y otro atendiendo un aviso al teléfono.
—Haga el favor de calmarse y cuénteme con todo detalle lo sucedido—gruñó el Sargento Peña, mientras tecleaba el informe.
Antes de declarar, permaneció en trance durante unos minutos, con la mirada clavada en sus manos agarrotadas y sudorosas, tiritando sin control.
**********
Dos horas antes, Héctor llegó a casa con el semblante serio y más pensativo que nunca. Puso sobre la cama todo lo que llevaba encima. Aflojó su corbata y embutió los pies en sus zapatillas zurcidas de andar por casa.
Se dejó caer sobre el sillón orejero del salón y observó el viejo retrato colgado en la pared. En él, Héctor posaba feliz junto a Lucía, la atractiva mujer que sonreía alegremente mientras, con una mano, lo abrazaba y, con la otra, sostenía una estilizada copa de champagne.
¿Por qué consentí que me aislara de todos? ¿Y por qué permito que me humille un día sí y otro también? —pensó Héctor con amargura. ¡Ah, claro!—se recordó a sí mismo con cierto sarcasmo—estaba loco por ella. Tanto, que jamás le llevé la contraria por miedo a perderla... Ni siquiera tuve valor para detenerla en su macabro plan para cobrar la mísera herencia de mi abuela.
El reloj de péndulo, situado junto al mueble de la televisión, sobresaltó a Héctor con sus sonoras campanadas.
¡Las ocho! —se dijo—no tardará en llegar. Sintió cómo su corazón latía con intensidad. Cerró los ojos y respiró hondo para serenarse pero el tintineo de las llaves golpeando la puerta de la calle disparó su adrenalina.
—Ya estoy aquí —canturreó Lucía con su voz chillona y desafinada—Vengo reventada. ¿A que no sabes con quién me he encontrado en la plaza...? —continuó hablando desde la cocina mientras colocaba la compra en su sitio.
Héctor decidió almacenar las palabras de su esposa en algún lugar recóndito de su agitado cerebro y prosiguió concentrado en sus maquinaciones.
—¡Héctor! —gritó ella desde la puerta del salón—¡Llevo un rato hablándote y no me haces ni puñetero caso!
—Lo siento, cariño —dijo el sumiso esposo.
—¿Lo siento? ¿Eso es todo?
—Perdóname. Es que acabo de salir del dormitorio y no te he oído.
—¿Y qué hacías en el dormitorio? —insistió Lucía.
Faltó muy poco para que Héctor perdiera los nervios:
—No quería decírtelo todavía, pero en fin: tengo una sorpresa para ti y temía que la descubrieras antes de tiempo. La tengo en nuestra habitación.
Una vez en el aire, la excusa sonó simple y tonta para Héctor pero bastó para evitar esa discusión que habría desbaratado sus planes.
—¿Para mí? ¿Una sorpresa? ¿Y eso?
—Para que veas que pienso en ti más a menudo de lo que imaginas. Ahora mismo te lo traigo.
Cuando entró en el dormitorio, repasó todos los detalles y, una vez convencido de que no daría marcha atrás, tomó el regalo y se dirigió al salón.
—Cariño... no puedo más, ¿qué es? —dijo con voz chirriante.
—Ten paciencia. Ahora lo verás.
Joder. No hay forma de que se calle ni un solo momento —pensó Héctor antes de presentarse frente a ella.
—Aquí tienes, querida.
—¡Flores! Oh, Héctor son preciosas.
Dicho esto se abalanzó sobre el majestuoso ramo de rosas rojas y se lo arrebató de las manos. Las olió con tanta fuerza que a punto estuvo de aspirar algún pétalo con su peculiar nariz aguileña.
A Héctor se le dibujó una carismática sonrisa en sus labios al imaginar lo que vendría después. Entonces, se acercó a ella y la abrazó por detrás.
—Gracias, cielo. Es todo un detalle —reconoció Lucía—Ya sabía yo que algún día olvidarías esa idea absurda que tienes sobre regalar flores.
—¿Qué idea?
—Pues esa que según tú, las flores solo son para los muertos.
Héctor acarició con ambas manos el largo y desnudo cuello de Lucía mientras le susurraba al oído:

—Te equivocas, mi amor. Sigo pensando lo mismo...

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