martes, 3 de junio de 2014

EL REGALO

—He sido yo —confesó Héctor con un hilo de voz— con estas manos... mis propias manos...
A esas horas de la noche, la comisaría del barrio estaba casi vacía. Apenas un par de policías ocupaban su puesto frente al ordenador—uno tomando declaración a una pareja extranjera y otro atendiendo un aviso al teléfono.
—Haga el favor de calmarse y cuénteme con todo detalle lo sucedido—gruñó el Sargento Peña, mientras tecleaba el informe.
Antes de declarar, permaneció en trance durante unos minutos, con la mirada clavada en sus manos agarrotadas y sudorosas, tiritando sin control.
**********
Dos horas antes, Héctor llegó a casa con el semblante serio y más pensativo que nunca. Puso sobre la cama todo lo que llevaba encima. Aflojó su corbata y embutió los pies en sus zapatillas zurcidas de andar por casa.
Se dejó caer sobre el sillón orejero del salón y observó el viejo retrato colgado en la pared. En él, Héctor posaba feliz junto a Lucía, la atractiva mujer que sonreía alegremente mientras, con una mano, lo abrazaba y, con la otra, sostenía una estilizada copa de champagne.
¿Por qué consentí que me aislara de todos? ¿Y por qué permito que me humille un día sí y otro también? —pensó Héctor con amargura. ¡Ah, claro!—se recordó a sí mismo con cierto sarcasmo—estaba loco por ella. Tanto, que jamás le llevé la contraria por miedo a perderla... Ni siquiera tuve valor para detenerla en su macabro plan para cobrar la mísera herencia de mi abuela.
El reloj de péndulo, situado junto al mueble de la televisión, sobresaltó a Héctor con sus sonoras campanadas.
¡Las ocho! —se dijo—no tardará en llegar. Sintió cómo su corazón latía con intensidad. Cerró los ojos y respiró hondo para serenarse pero el tintineo de las llaves golpeando la puerta de la calle disparó su adrenalina.
—Ya estoy aquí —canturreó Lucía con su voz chillona y desafinada—Vengo reventada. ¿A que no sabes con quién me he encontrado en la plaza...? —continuó hablando desde la cocina mientras colocaba la compra en su sitio.
Héctor decidió almacenar las palabras de su esposa en algún lugar recóndito de su agitado cerebro y prosiguió concentrado en sus maquinaciones.
—¡Héctor! —gritó ella desde la puerta del salón—¡Llevo un rato hablándote y no me haces ni puñetero caso!
—Lo siento, cariño —dijo el sumiso esposo.
—¿Lo siento? ¿Eso es todo?
—Perdóname. Es que acabo de salir del dormitorio y no te he oído.
—¿Y qué hacías en el dormitorio? —insistió Lucía.
Faltó muy poco para que Héctor perdiera los nervios:
—No quería decírtelo todavía, pero en fin: tengo una sorpresa para ti y temía que la descubrieras antes de tiempo. La tengo en nuestra habitación.
Una vez en el aire, la excusa sonó simple y tonta para Héctor pero bastó para evitar esa discusión que habría desbaratado sus planes.
—¿Para mí? ¿Una sorpresa? ¿Y eso?
—Para que veas que pienso en ti más a menudo de lo que imaginas. Ahora mismo te lo traigo.
Cuando entró en el dormitorio, repasó todos los detalles y, una vez convencido de que no daría marcha atrás, tomó el regalo y se dirigió al salón.
—Cariño... no puedo más, ¿qué es? —dijo con voz chirriante.
—Ten paciencia. Ahora lo verás.
Joder. No hay forma de que se calle ni un solo momento —pensó Héctor antes de presentarse frente a ella.
—Aquí tienes, querida.
—¡Flores! Oh, Héctor son preciosas.
Dicho esto se abalanzó sobre el majestuoso ramo de rosas rojas y se lo arrebató de las manos. Las olió con tanta fuerza que a punto estuvo de aspirar algún pétalo con su peculiar nariz aguileña.
A Héctor se le dibujó una carismática sonrisa en sus labios al imaginar lo que vendría después. Entonces, se acercó a ella y la abrazó por detrás.
—Gracias, cielo. Es todo un detalle —reconoció Lucía—Ya sabía yo que algún día olvidarías esa idea absurda que tienes sobre regalar flores.
—¿Qué idea?
—Pues esa que según tú, las flores solo son para los muertos.
Héctor acarició con ambas manos el largo y desnudo cuello de Lucía mientras le susurraba al oído:

—Te equivocas, mi amor. Sigo pensando lo mismo...

martes, 3 de diciembre de 2013

TERROR A LOS POSTRES


Recuerdo que estábamos solos en casa de sus padres, recostados en el sofá, tapados con una suave y cálida manta de terciopelo marrón, saboreando las exquisitas palomitas que, minutos antes, había preparado Juan en el microondas. A nuestros pies, estaban sus dos inseparables foxterrier que yacían medio adormilados sobre la gruesa alfombra de lana. En la tele, acababa de dar comienzo todo un clásico del cine de terror: Al final de la escalera, de Peter Medak. Sin lugar a dudas toda una película de culto en la que el célebre George C. Scott da vida a un compositor y profesor de piano que pierde a su mujer y a su hija en un trágico accidente y que se ve en la necesidad de mudarse a Seattle, a una gran casa solitaria donde no tardará en presenciar una serie de fenómenos paranormales que parecen provenir del ático.

Jamás podré borrar de mi mente, esa maravillosa—y a la vez escalofriante—escena en la que el compositor observa la casa desde el exterior y se da cuenta de que hay algo que no le cuadra en la fachada, una ventana de una habitación en la buhardilla a la que nunca ha entrado porque nunca ha visto la puerta para acceder a ella. Intrigado por desvelar el misterio, entra en la casa, se dirige a la última planta la recorre sin encontrar rastro de esa habitación, de pronto se detiene frente a un armario del pasillo, abre la puerta y cuando va a darse la vuelta para salir de allí, siente el suave sonido de una corriente de aire que parece provenir del otro lado de la pared. Aparta la estantería que tiene delante y comienza a arrancar los tableros por entre los que se cuela esa misteriosa corriente. Asombrado descubre una puerta cerrada con un grueso candado. Agarra un martillo y lo golpea sin piedad. En ese momento, el ruido del martilleo se funde con el desconcertante sonido de los golpes que se repiten todos los días a la misma hora y que resuenan en toda la casa.

-Algo que me pone los pelos de punta de todas estas películas es ver cómo el personaje se va solito a la boca del lobo—le confesé a Juan en la cocina, después la película—no entiendo por qué lo hacen. Yo habría salido corriendo de aquella casa sin pensármelo dos veces desde la primera señal.

-Sí, sí, seguro—rebatió Juan—y ¿adónde te habrías ido?, normalmente se quedan porque no tienen otro sitio al que ir, o porque la casa se ha tragado a algún ser querido, como pasa en Poltergaist con la niña, cómo van a huir todos y dejar a su hija desaparecida allí, por eso aguantan todo lo que pueden.

-Vale, en el caso de Poltergaist tienes razón pero en la que acabamos de ver y en la mayoría del género, yo creo que la curiosidad está por encima del miedo porque de lo contrario, huirían y se salvarían. ¿Por qué crees que sentimos miedo?—me encaré a él emocionada con mi irrebatible argumento—Se supone que es un mecanismo de defensa que venimos arrastrando desde nuestros ancestros, lo que nos ha mantenido vivos desde la prehistoria…
-Vaya, qué filosófica te has puesto. Yo creo que es más sencillo que todo eso: sin ese tipo de comportamientos absurdos, no habría tensión, ni sustos y dejaría de ser una película de terror—concluyó colocando un plato lleno de espaguetis frente a mí—anda, come antes de que se enfríe la cena, no vaya a ser que baje la pelotita rodando por las escaleras y nos fastidie la velada.

-Serás bobo—le dije devolviéndole una cálida sonrisa.

Ambos perros también tuvieron su comida especial: un bol lleno de arroz y pienso. Ellos tardaron poco en devorarlo y en buscar su rincón para reposar antes de su última salida del día.

Juan se levantó a por el postre, abrió la nevera y… ¡plas!, nos quedamos a oscuras. Reconozco que el cosquilleo en el estómago fue similar al que había sentido antes viendo determinadas partes de la película. Él se desplazó palpando un cajón y sacó una linterna.

¡Mierda, no funciona, como de costumbre las pilas estarán gastadas!

En otro intento, por iluminar sus pasos, encontró una caja de cerillas y encendió una vela que tenía su madre de adorno sobre la encimera.


-Esto es otra cosa—exclamó orgulloso mientras apagaba de un soplido la cerilla.

Comprobó el cuadro eléctrico, levantó el fusible y todo volvió a la normalidad.

Pasado el pequeño sobresalto, continuamos saboreando el delicioso helado de tarta de queso que horas antes habíamos comprado para la ocasión.

Ambos perros comenzaron a mostrarse un poco inquietos y Juan y yo salimos con ellos para que pudieran hacer sus necesidades.

Regresamos enseguida a la cocina, Juan iba a acompañarme a casa pues por aquellos años yo vivía con  mi madre y tenía que respetar la hora de llegada.

-¿Has oído eso?—pregunté un poco desconcertada.

-No, no he oído nada, ¿el qué?

-Nada, me había parecido oír algo… como muy lejano.

-¡Venga ya, te estás quedando conmigo!

De pronto, oí lo mismo pero más cerca y con más claridad, era como el sonido del viento, o más bien, como unas voces imitando el sonido del viento. Cuando se lo dije a Juan, no me tomó enserio hasta que de pronto, oímos un golpe que provenía del sótano.

Sentí otro escalofrío pero este recorrió toda mi espalda. Estaba pasando algo muy extraño, pero ¿qué podía ser, si estábamos él y yo solos?

Juan empuñó un bate de baseball que siempre tenía cerca cuando se quedaba solo en aquella casa, por si entraba alguien. Yo lo único que encontré fue una especie de rodillo de un servilletero y me fui tras él.

Se dio media vuelta y le hizo un gesto a sus perros para que lo siguieran y comenzamos a bajar las escaleras. Estaba temblando pero teníamos que averiguar de qué se trataba, estábamos seguros de que allí no podía haber nadie porque la casa tenía rejas en todas las ventanas y la puerta había estado cerrada en todo momento, menos cuando sacamos a los perros pero estuvimos delante de ella todo el rato. El caso es, que en el sótano había algo y fuera lo que fuera no era humano.

El sonido volvió a manifestarse, era como si algo o alguien dijera aaaaaaaaah en un tono como de ultratumba. La situación era escalofriante y a la vez surrealista pero aun así continuamos bajando escalón a escalón. Al girar en el descansillo, antes del último grupo de escalones, escuchamos un estruendo como de cristales que se rompen y caen al suelo. Juan agarró el bate de madera con más fuerza y abrió lentamente la puerta que daba acceso al sótano; para mayor desconcierto, escuchamos aplausos como si alguien esperara nuestra magistral entrada pero lo más estremecedor es que allí no había nadie.

El breve silencio se nos hizo eterno hasta que la voz del locutor proclamaba su gran admiración por la banda sonora de no sé qué película de terror. Entonces todo empezó tener sentido, como en esas películas de misterio en las que el detective narra al espectador lo sucedido: resulta que por la mañana, Juan había estado allí grabando una cinta de música y con las prisas, se había dejado encendido el equipo. Luego, pasamos el resto del día fuera y cuando volvimos, estuvimos viendo la película. Después, cenamos y cuando se fue la luz, al volver la corriente, el equipo volvió a su modo por defecto, el de la radio, con la retorcida casualidad de que, en el momento en el que sucedió todo esto, estaban retransmitiendo un programa sobre bandas sonoras de cine de terror.

jueves, 21 de noviembre de 2013

OBSESIÓN


—¡Estás, loco! —increpó Jeremy—¿cómo has podido?
—Tenía que hacerlo —respondió Fred apretando los dientes con fuerza.
—¿Tenías qué hacerlo? ¿Y ahora dónde vas a vivir?
—Tengo la tienda, me instalaré allí, no necesito mucho más.
—Ah, claro, la tienda, ¡cómo no se me había ocurrido! Esa que está al borde de la quiebra, esa que no pisa nadie en ¿semanas?, ¿meses?... Cambiar tu casa por un absurdo capricho, ¿pero en qué estabas pensando?
Sin mediar palabra, Fred giró sobre sus talones y desapareció dando zancadas por las oscuras y húmedas calles de Edimburgo, transportando con firmeza su nueva adquisición.
Cuando entró en el pequeño despacho de la trastienda, apoyó sobre el robusto escritorio de roble, el aparatoso paquete que había venido portando desde la sala de subastas. Lanzó sus guantes sin reparar en dónde caían y con manos temblorosas, rasgó el papel marrón que envolvía el espectacular oleo de Frank Dicksee.
—Por fin eres mía, sólo mía —se dijo con aire de triunfo y se dejó caer sobre el empolvado sillón orejero a observarla.
La pintura retrataba, con todo lujo de detalles, a una hermosa doncella, como la gran mayoría de las pinturas pertenecientes a la corriente pre-Rafaelita. Los trazos eran delicados, bien definidos, y la belleza del personaje era tal que conseguía cautivar la mirada de cualquiera que se dignara a observarla.
El título de aquella fascinante obra era “La larga espera de Julieta”.  Representaba a una joven dama esperando impaciente a su Romeo en un bonito balcón, adornado con flores y enredaderas que abrazaban las columnas formando una preciosa estampa. Al fondo se apreciaba un cálido atardecer con un cielo cubierto por nubes en tonos pastel.


Su gran amigo Jeremy tenía toda la razón al reprenderle por aquel acto tan imprudente, pero resulta que no fue un “absurdo capricho”, ni un momento de delirio lo que le hizo actuar así y ceder a cambio su piso de la prestigiosa Royal Mile. Lo cierto es que hace algo más de veinte años, acudió con sus padres a una lujosa fiesta organizada por un famoso galerista afincado en pleno corazón de la ciudad. A Fred nunca le gustaron ese tipo de celebraciones de la alta sociedad, llenas de chismes y de falsos amigos y menos aquellas en las que coincidía con su antiguo profesor Donald Frais, siempre acaparando toda la atención desde su silla de ruedas. Este rico y reputado catedrático de la universidad de Edimburgo utilizaba siempre la misma táctica para ganarse a las damas y, cómo no, para torturarle:
—Aquel estudiante se volvió loco, irrumpió en la cafetería, arma en mano y se puso a disparar sin sentido, al ver que tenía a mi lado a Frederick, hijo de mi mejor amigo, me abalancé sobre él y le desvié de la trayectoria de la bala. Solo recuerdo que caí al suelo y cuando desperté, me dijeron que no volvería a caminar nunca más.
A Fred se le hacía un nudo en el estómago cada vez que presenciaba esta escena, él jamás le pidió que le salvara la vida. Fue entonces cuando decidió apartarse del gentío y sin saber cómo ni por qué, fue a parar frente al cuadro que tan celosamente guardaba el dueño de aquella mansión en su ostentoso despacho. El flechazo fue inminente y desde entonces, la imagen de la bella Julieta allí retratada, le acompañó día y noche hasta convertirse en la razón de su existencia.
Hoy, sentado en su sillón, no daba crédito a lo que había conseguido. ¿Podía acaso sentir más felicidad? Imposible, él se consideraba la definición de tan preciada palabra.
Pasaron las horas, los días y aquella nube de felicidad se iba haciendo cada vez más pequeña. De aquella brillante y cálida emoción había pasado al oscuro y angustioso sentimiento de la frustración.
Pero algo ocurrió aquella noche, en pleno temporal de nieve, cuando las campanillas que avisaban de la presencia de un cliente comenzaron a tintinear.
—¡Enseguida estoy con usted! —gritó Fred desde su humilde despacho, haciendo tiempo para enjugar y limpiar las lágrimas.
La tienda que regentaba estaba llena de objetos y muebles colocados de forma caótica a lo largo y ancho de todo el local. Para los ojos de cualquier persona ajena al mundo de lo artístico, no eran más que un montón de trastos viejos; en cambio, para cualquier experto o enamorado del arte, todas aquellas creaciones poseían un valor incalculable.
Junto al mostrador, aguardaba un hombre desgarbado, de avanzada edad, que portaba una bolsa de papel en sus manos. A Fred le pareció un mendigo buscando cobijo y se dirigió a él dispuesto a echarle mientras se limpiaba sonoramente la nariz con su pañuelo blanco de hilo fino.
—¿Se encuentra usted bien, caballero? —preguntó el anciano conmovido por la pena que emanaba de su mirada.
Enseguida se dio cuenta de que la imagen que se había formado de aquel señor no se correspondía con la realidad y decidió atenderle con la amabilidad que le caracterizaba.
—Sí, estoy bien gracias. Es este dichoso catarro que me tiene un poco congestionado. Usted dirá, ¿en qué puedo ayudarle?
—Verá, le traigo un objeto que no podrá rechazar —dicho esto, sacó de la bolsa una peculiar regadera de cobre.
Fred se quedó sin palabras.


No había duda de que se trataba de la regadera “mágica” de la mitología vikinga: Un  peculiar recipiente redondo de cobre rojizo que poseía un extraordinario poder, ya que devolvía a la vida todo cuanto se regaba con ella.
Fascinado por aquel objeto, Fred sacó su lupa de precisión y lo observó con más detalle.
—¿Cuánto quiere por ella?—preguntó sin apartar su mirada de la mítica regadera.
—10.000 £
—¿Qué? —dijo Fred ofendido—eso es una barbaridad.
—¿Está seguro? —le reprochó el extraño—teniendo en cuenta todo lo que podría hacer con ella…, yo pienso que es un precio bastante modesto.
—Lo siento mucho —respondió intentando mantener la calma—pero en estos momentos no podría comprársela aunque quisiera, no dispongo de liquidez, mi última adquisición se ha llevado gran parte de mi patrimonio—terminó la frase arrastrando las palabras.
—Lo sé, últimamente no se habla de otra cosa en toda Escocia.  Entre usted y yo —dijo en tono confidente—¿tanto valía para usted aquel cuadro? —hizo una breve pausa y retirando la regadera del mostrador, continuó—Vaya, es una pena que no pueda quedarse con este bonito objeto. ¿Se imagina lo que podría hacer con ella? Tan solo regar una imagen para llenarla de vida…
El anciano se dio media vuelta pero la mano de Fred agarró su hombro a tiempo.
—Espere, ¿cómo sé yo que es la auténtica y que realmente tiene ese poder?
—Muy sencillo, querido Frederick, la probé con mis propias piernas.
—Un momento, cómo sabe mi… —Fred se quedó atónito al reconocer a un Donald Frais más delgado, más envejecido y sin su silla de ruedas.
—Sí, soy yo. Como puedes comprobar, la regadera funciona.
Fred empezó a imaginar lo que haría con ella y, desesperado, lanzó su única oferta:
—Tengo 7.000 £ en mi cuenta, eso es todo cuanto poseo, si acepta, mañana acudiré al banco y formalizaré el pago.
—De acuerdo—dijo tras un incómodo silencio—Pero haremos lo siguiente: yo le entrego en este momento la regadera—para no llevarla encima a estas horas de la noche—a cambio, querido Frederick, redactará un escrito en el que conste que si mañana no me ha hecho entrega del dinero que me debe, recuperaré mi regadera y, para compensarme, usted me cederá su preciosa obra de Dicksee.
Fred era un hombre de palabra y sabía que lo primero que haría al despertar sería acudir al banco a cumplir con su parte del contrato así que no tuvo inconveniente en escribir aquel documento para tranquilidad del viejo Donald.
Bastaron unos segundos tras despedir al profesor, para plantarse frente al cuadro con una gran sonrisa.
Sin perder más tiempo, se dirigió al baño para llenar la regadera canturreando la melodía de algún clásico.
Con cierta incredulidad, dirigió su mirada a la pastilla de jabón. Volcó levemente la regadera y del pitorro emanó un chorro de agua que empapó el jabón entero. Se quedó un rato observando y aquella sonrisa de esperanza se desdibujó de golpe.
—¡Soy idiota! —se insultó frente al espejo. De pronto, brotó una escandalosa carcajada de su boca—Sí, soy un auténtico idiota, ¿pero qué esperaba, que saliera dando saltos de la jabonera?
Corrió a su despacho e hizo la prueba con la planta seca que tenía junto a la ventana. No había duda de que aquella era la auténtica regadera vikinga.
De nuevo frente al cuadro, le asaltaron las dudas: “¿Y si solo funciona con seres vivos? ¿Y si te riego y solo consigo estropearte?, te perdería para siempre.”
“Piensa, piensa, se te tiene que ocurrir algo”
No tardó en escoger un pequeño bodegón en el que aparecían varios peces muertos, una hogaza de pan y una copa con vino blanco. Sin detenerse, roció a los peces con su regadera de cobre y como si de un milagro se tratase, aquellas resbaladizas criaturas comenzaron a moverse y a retorcerse mientras abrían y cerraban la boca tratando de respirar.
Regresó al despacho con aire triunfal. Pero una última duda le asaltó antes de dar el gran paso: “¿y si no le gusto? ¿y si me rechaza?”
—No, no puedo hacerlo —se convenció a sí mismo—pero tampoco puedo quedarme así.
Se dirigió a la tienda, donde guardaba los trajes de época y escogió un bonito atuendo que había sido utilizado para representar a Romeo en el Teatro Real en un centenar de funciones.
Esta vez, aferró la rechoncha regadera de cobre, y regó toda la superficie del lienzo. En vez de emborronarse, los colores se volvieron más intensos y la joven del cuadro se giró a observarlo. De sus ojos verdes brotaron lágrimas de emoción y, a continuación, extendió su pálida y delicada mano de doncella para acariciar el rostro de su apuesto galán pero una especie de barrera invisible le impedía llegar hasta él.
Fred se acercó aun más y estiró el brazo. La mano del muchacho atravesó el oleo sin resistencia y fue absorbido hacia el interior del cuadro con gran violencia. Tumbado en el suelo, fue atendido por la bella dama, que se deshizo en caricias y abrazos.
No podría decir con exactitud el tiempo que pasaron hablando, riendo, regalándose besos y abrazos pero sí me atrevería a afirmar que estaban hechos el uno para el otro y que la larga espera había merecido la pena.
—Amor mío, llevamos mucho tiempo aquí fuera —le susurró Julieta al oído—se me están durmiendo las piernas, mira apenas puedo moverlas.
Fred salió de su ensueño y se dio cuenta de que algo no iba bien. Al igual que su amada, él también notaba cierto entumecimiento en sus piernas. Alarmado, observó a su alrededor y comprobó que las hojas y las flores del balcón habían dejado de moverse, que la suave brisa del atardecer se había detenido por completo, fue entonces cuando se fijó en los colores: ya no eran tan intensos y podía apreciar el detalle de las pinceladas, incluso en el camisón de su amada. Lleno de esperanza, comprendió que mientras el cuadro permaneciera húmedo ellos se mantendrían con vida. Con un gesto inconsciente intentó alcanzar la regadera pero la misma barrera invisible que detuvo a Julieta al principio, ahora le impedía volver a su despacho.
Resignado pero feliz por estar junto a la mujer de su vida, se sentó sobre el muro del balcón, la agarró por la cintura y le pidió que le abrazara y le besara como si esa fuera la última vez.
    










jueves, 7 de noviembre de 2013

LA MUDA Y LA CIEGA



Fue en unas Navidades, a principios de los 80, cuando coincidieron en mi hogar la muda y la ciega.
A mi familia y a mí nos agradaba acompañarlas durante un buen rato después de comer pues era la gran novedad de aquellos días.
La una era discreta y silenciosa y retransmitía los dos únicos canales en una rica escala de grises. 
¡Cuántas veces jugamos a adivinar el color de las imágenes que tan alegremente desfilaban por su abombada ventana! La otra, en cambio, era dicharachera y fanfarrona y la muy testaruda se negaba a deleitarnos con su mirada  tan viva y tan colorida. ¡Cuántas veces intentó convencerla mi hermano mayor, agazapado sobre ella, mimándola y fijando sus cables a la placa con diminutas bolitas de estaño! Al final, tuvo que desistir de su empeño...
Recuerdo que al principio resultaba divertido: nos sentábamos los cinco a ver a la muda en el cuarto de estar para, seguidamente, levantarnos a escuchar a la ciega en el salón contiguo. Pero al final se convirtió en un incordio; sobre todo, cuando teníamos que elegir entre mirar, sin tener ni idea de lo que estaban hablando, o escuchar, sin ver lo que estaba pasando.
Fue entonces, al observar cómo el entusiasmo se borraba de nuestros rostros, cuando mi madre dijo:
-Tengo una idea. Juntemos las dos televisiones.
-¡¿Qué?!—exclamamos al unísono.
-Sí. Juntémoslas y a ver qué pasa.
-Pero ¿cómo? Si no hay espacio para ponerlas juntas—protestó mi padre.
-Pues una encima de la otra—sugirió mi hermano el mediano.
Sin mediar palabra, nos pusimos manos a la obra y, de nuevo, como si de una ola se tratara, nos envolvió la emoción.



Y así pasamos aquellas frías tardes de invierno; al calor de la familia, despanzurrados en el viejo sofá del cuarto de estar, viendo a la muda y escuchando a la ciega.



martes, 29 de octubre de 2013

EL DESEO


La niñera y la cocinera observaban con anhelo el recipiente lleno de nata, situado sobre la vieja mesa de la cocina.

-¡Qué bien viven los ricos!—dijo Carlota mordiéndose el labio y mostrando una mezcla de deseo y de envidia.
-Qué razón tienes—admitió Sara—no les falta de nada y no saben lo que es pasar hambre. Si pudiéramos apartar un poquito para nosotras...
-¡Estás loca! Conociendo a la señora, seguro que lo nota. Olvídalo.
Sara rodeó la mesa sigilosamente, como un depredador rondando a su presa...
-Hay mucha cantidad. ¿Cómo lo va a notar? ¡Ay, Carlota, me muero por untar el dedo y probar un pegotito!
-¡Allá tú!—resopló la niñera con fastidio—yo me voy.
-Carlota—la llamó sin levantar demasiado la voz—espera. No te vayas. Tengo un plan.
-Anda, anda. No te metas en líos...
-En serio. Es buenísimo—insistió Sara.
La niñera miró a la nata y se a acercó a la cocinera con las mejillas encendidas.
-Tráeme al gato—dijo Sara con media sonrisa.


-¿Al gato? Definitivamente tú estás loca. Yo me voy, no quiero problemas con la señora—le advirtió la niñera y dio media vuelta con intención de abandonar la cocina pero Sara la agarró por el brazo y le insistió susurrando:
-No seas tonta. Estás deseando hincarle el diente a la nata tanto como yo. Lo tengo todo pensado. Confía en mí. Tráeme al gato y deja que me encargue yo del resto...
*******
No fue difícil dar con el siamés. Era fiel a sus costumbres. A esa hora de la tarde, el sol de otoño incidía sobre una de las esquinas de la cama de su dueña y allí estaba, hecho un ovillo.


Mientras, Sara había colocado cuidadosamente la nata sobre la bandeja de plata dejando el centro libre para las fresas, tal y como la señora le había ordenado. En ese instante, entró Carlota cargando con el gato que, casi sin inmutarse, lanzaba alguna que otra mirada peregrina a su alrededor a la vez que sacudía el rabo con pereza.

-Bien—dijo Sara—déjame que le limpie las patas y listo.
Carlota no quiso preguntar nada a la cocinera. Es posible que sintiera miedo de escuchar lo que seguramente se estaba imaginando.
Cuando Sara terminó, lo cogió en brazos con mucho cuidado.
-Vigila que no venga nadie—le ordenó entre risas a su compañera de fechoría.
Entonces, lo arrimó a la bandeja y hundió sus menudas extremidades en una pequeña porción de nata. El gato sintió aquel mejunje frío impregnado entre sus almohadillas y escapó de los brazos de la pícara cocinera, imprimiendo sus huellas por toda la mesa y parte del suelo de la cocina.
Sara le indicó a la niñera que se escondiera en la despensa.
-¡Ay, ay, ay!—se lamentó la cocinera, haciéndose la angustiada—¿Y ahora qué hago? ¡Como te pille...!

Al oír los gritos que provenían de la cocina, entró la señora alarmada:
-¿Qué ocurre, Sara? ¿A qué vienen esos gritos?
-¡Ay, señora! ¡Cuánto lo siento!—respondió lloriqueando.
-¿Pero qué pasa? Me estás asustando.
-El gato, señora. Que si lo cojo... lo mato.


-¿Y qué ha hecho mi gato?
-Que le he pillado encima de la mesa, comiéndose la nata—le explicó haciendo una excelente interpretación—mire, mire—le dijo señalando las pisadas.
La señora, realmente preocupada al verla en ese estado de ansiedad, se acercó y, dándole unas palmaditas en la espalda, le dijo:
-No pasa nada, mujer. El pobre animal no sabe lo que hace. No te sientas culpable por esto. Prepara unas pastas y el café, que de esta maldita nata me ocupo yo ahora mismo.

Sara no podía dar crédito a lo que estaba presenciando: aquella jugosa y blanca crema resbalando por la bandeja de plata y cayendo lentamente al cubo de la basura. Lo que habría dado por cazar al vuelo un poquito...






viernes, 25 de octubre de 2013

EL SILENCIO DE LA NOCHE



Me meto en la cama muy despacio para no despertarle.
Durante unos segundos permanezco inmóvil y dejo que mi cansada espalda repose a lo largo del duro colchón. Cierro los ojos, respiro profundamente y trato de percibir el silencio de la noche. Mientras tanto, un caos de imágenes y de pensamientos se agolpa en mi memoria, luchando por salir a toda costa. Tras un gran esfuerzo consigo apaciguarlos; por hoy ya fue suficiente...

En ese preciso instante, en el que cierro los ojos por segunda vez, es cuando el silencio de la noche me susurra que Juan descansa plácidamente, que hoy no habrá horas en vela cambiando de postura a cada momento, y que está inmerso en un agradable sueño, que ahora vive intensamente y del cual no se acordará mañana.

El silencio continúa hablándome de los que duermen sosegadamente o de los enamorados que dejarán el sueño para más tarde, pero también me cuenta historias acerca de los que estudian a estas horas de la madrugada, o de los que despiertan para ir a trabajar.

Me comenta, además, que en otras partes del mundo hace unas horas que salió el sol. Y me recuerda así, que aunque todo parezca detenerse con el silencio de la noche, no es cierto. El mundo sigue en movimiento constante, aunque algunas veces nos parezca frenético y otras nos marque un compás algo más pausado.

 “Y ahora duerme, mujer, que mañana tendrás otro día intenso”, me dice dulcemente pero yo le suplico que siga meciéndome con sus palabras.

Así lo hace y poco a poco voy cayendo en ese agradable sopor que me conduce al extraordinario mundo de los sueños...


lunes, 18 de abril de 2011

EL INSENSATO Y LA CARACOLA


Relato rescatado y desempolvado, basado en una anécdota real...

Hace ya unos cuantos años, cuando era una asidua esclava del maravilloso metro de Madrid, devoraba libros por doquier en mis largos viajes de punta a punta de la capital. Tal era ya mi práctica, que me daba igual hacerlo sentada, apoyada sobre alguna puerta o de pie, agarrada al pasamanos del vagón.

Aquella tarde, estaba totalmente inmersa en mi dulce adicción. La amante cautiva de Shirlee Busbee se había convertido en mi novela favorita en aquellos días de adolescencia. La protagonista, Nicole, se hacía pasar por un joven grumete en el barco pirata del capitán Sable. Una historia llena de amor, amistad, intrigas y aventuras. Era perfecta para evadirme de la realidad tan aburrida que me rodeaba en ese momento: un vagón lleno de gente gris, que escondía sus emociones tras un rostro agotado, una mirada perdida en el suelo o tras una leve sonrisa que pudorosamente volvía a esfumarse. Resultaba una situación bastante absurda porque en momentos como estos, somos capaces de estar casi inmóviles y en silencio, sin dirigirnos la palabra, aunque pasemos media hora juntos en un espacio tan pequeño. Como no nos conocemos, no somos capaces ni de darnos los buenos días, a no ser… que ocurra algo. Algo diferente, algo que nos saque de lo cotidiano, que sea capaz de hacernos reaccionar, algo tan pintoresco como lo que ocurrió aquella tarde de a mediados de agosto.

Me dirigía a una cita con un apuesto muchacho, alto, fuerte, pelo negro rizado y ojos marrones, que se me antojaba muy familiar al Capitán Sable de mi novela. Levanté la mirada para ver en qué estación se había detenido el tren. Al ver que Carabanchel no era mi parada, volví a sumergirme en mi placentera lectura…  Comencé a oír el plástico de una bolsa al que no quise dar importancia, pero tal era el insistente sonido, que por fin me digné a levantar la cara: junto a las ventanas del viejo vagón, se había colocado un hombre de unos cincuenta, con gafas de pasta negra. Vestía un traje oscuro con corbata (algo chillona para mi gusto) y en sus manos portaba una bolsa de plástico blanca, como las que nos suelen dar en la frutería o en la panadería del barrio. De pronto, para mi sorpresa, sacó una especie de caracola grande, de color verde y eso captó por completo mi atención. Me pregunté “¿qué hace un hombre tan mayor mirando con tanta fascinación a una simple caracola?”

Parecía estar cada vez más impaciente. Movía la caracola de un lado a otro, ahora la ponía del derecho y luego del revés. Por su frente, podían apreciarse unas diminutas gotas de sudor que empezaban a resbalarse por sus coloradas mejillas. En un arrebato, se llevó la caracola al pecho, se dio media vuelta y bajó la ventanilla. El aire cálido y el ruido que entraron en el vagón, captaron la atención de todos los que estábamos allí presentes. Un torrente de preguntas comenzó a asaltarme: ¿qué pretendía hacer aquel señor? ¿Por qué abrió la ventanilla? ¿Iba a tirar la caracola?, o lo que es peor, ¿iba a tirarse del tren en marcha…? Un escalofrío recorrió mi espalda. Empecé a sentir cierta tensión entre los demás pasajeros y supe que la mayoría estaba experimentando lo mismo que yo.

Lo curioso es que aquel personaje estaba completamente ensimismado. El resto del mundo parecía no existir para él. Asomó la cabeza por la ventanilla, se acercó la caracola a sus labios y empezó a emitir un sonido similar al del aullido de un lobo: auh, auuuuh, auh, auuh. Pude escuchar alguna risa nerviosa al otro lado del habitáculo, que se extinguía al instante, y un comentario que llegaba a mis oídos en forma de susurro procedente de la mujer que se sentaba a mi lado desde hacía algo más de veinte minutos: “está loco, pero ¿qué está haciendo?” Yo, tan solo encogí mis hombros y continué observando.

El hombre de la caracola prosiguió con su ritual hasta que salimos del túnel. Entonces, guardó su preciado instrumento en la vulgar bolsa de plástico, y se arrimó a la puerta para ser el primero en salir. Llegamos a Aluche y todos abandonamos el vagón, en cierto modo, aliviados. Unos se fueron a la calle, otros bajaron a coger el cercanías y los pocos que coincidimos en el andén para hacer el trasbordo a la línea azul, comentábamos partidos de risa  lo ocurrido. De pronto, uno dijo en voz baja, “ahí está de nuevo el loco”. Esta vez, se alejó del grupo hacia el final del andén, volvió a sacar la caracola y, ni corto, ni perezoso, colocó de nuevo el objeto en su boca y comenzó a aullar cada vez más fuerte. No tardó en aparecer a lo lejos el convoy que, chirriante, tomaba la curva para adentrarse en la estación. “¡Ahí está, aquí viene!—gritó el insensato de la caracola —¡Yo  le he llamado y él ha obedecido mis órdenes!”

Nos quedamos por unos instantes boquiabiertos pero no pudimos contener por más tiempo esa mezcla de sensaciones que llevábamos dentro, y empezamos a hablar de lo ocurrido como si nos conociéramos de toda la vida. A más de uno se nos pasó por la cabeza que habíamos sido víctimas de alguna cámara oculta…