—¡Estás, loco! —increpó
Jeremy—¿cómo has podido?
—Tenía que hacerlo —respondió
Fred apretando los dientes con fuerza.
—¿Tenías qué hacerlo?
¿Y ahora dónde vas a vivir?
—Tengo la tienda, me
instalaré allí, no necesito mucho más.
—Ah, claro, la tienda,
¡cómo no se me había ocurrido! Esa que está al borde de la quiebra, esa que no
pisa nadie en ¿semanas?, ¿meses?... Cambiar tu casa por un absurdo capricho,
¿pero en qué estabas pensando?
Sin mediar palabra, Fred
giró sobre sus talones y desapareció dando zancadas por las oscuras y húmedas
calles de Edimburgo, transportando con firmeza su nueva adquisición.
Cuando entró en el
pequeño despacho de la trastienda, apoyó sobre el robusto escritorio de roble, el
aparatoso paquete que había venido portando desde la sala de subastas. Lanzó
sus guantes sin reparar en dónde caían y con manos temblorosas, rasgó el papel
marrón que envolvía el espectacular oleo de Frank Dicksee.
—Por fin eres mía, sólo
mía —se dijo con aire de triunfo y se dejó caer sobre el empolvado sillón
orejero a observarla.
La pintura retrataba, con
todo lujo de detalles, a una hermosa doncella, como la gran mayoría de las
pinturas pertenecientes a la corriente pre-Rafaelita. Los trazos eran
delicados, bien definidos, y la belleza del personaje era tal que conseguía cautivar
la mirada de cualquiera que se dignara a observarla.
El título de aquella
fascinante obra era “La larga espera de Julieta”. Representaba a una joven dama esperando
impaciente a su Romeo en un bonito balcón, adornado con flores y enredaderas
que abrazaban las columnas formando una preciosa estampa. Al fondo se apreciaba
un cálido atardecer con un cielo cubierto por nubes en tonos pastel.
Su gran amigo Jeremy
tenía toda la razón al reprenderle por aquel acto tan imprudente, pero resulta
que no fue un “absurdo capricho”, ni un momento de delirio lo que le hizo
actuar así y ceder a cambio su piso de la prestigiosa Royal Mile. Lo cierto es
que hace algo más de veinte años, acudió con sus padres a una lujosa fiesta
organizada por un famoso galerista afincado en pleno corazón de la ciudad. A
Fred nunca le gustaron ese tipo de celebraciones de la alta sociedad, llenas de
chismes y de falsos amigos y menos aquellas en las que coincidía con su antiguo
profesor Donald Frais, siempre acaparando toda la atención desde su silla de
ruedas. Este rico y reputado catedrático de la universidad de Edimburgo
utilizaba siempre la misma táctica para ganarse a las damas y, cómo no, para
torturarle:
—Aquel estudiante se
volvió loco, irrumpió en la cafetería, arma en mano y se puso a disparar sin
sentido, al ver que tenía a mi lado a Frederick, hijo de mi mejor amigo, me abalancé
sobre él y le desvié de la trayectoria de la bala. Solo recuerdo que caí al
suelo y cuando desperté, me dijeron que no volvería a caminar nunca más.
A Fred se le hacía un
nudo en el estómago cada vez que presenciaba esta escena, él jamás le pidió que
le salvara la vida. Fue entonces cuando decidió apartarse del gentío y sin saber
cómo ni por qué, fue a parar frente al cuadro que tan celosamente guardaba el
dueño de aquella mansión en su ostentoso despacho. El flechazo fue inminente y
desde entonces, la imagen de la bella Julieta allí retratada, le acompañó día y
noche hasta convertirse en la razón de su existencia.
Hoy, sentado en su
sillón, no daba crédito a lo que había conseguido. ¿Podía acaso sentir más
felicidad? Imposible, él se consideraba la definición de tan preciada palabra.
Pasaron las horas, los
días y aquella nube de felicidad se iba haciendo cada vez más pequeña. De
aquella brillante y cálida emoción había pasado al oscuro y angustioso sentimiento
de la frustración.
Pero algo ocurrió
aquella noche, en pleno temporal de nieve, cuando las campanillas que avisaban
de la presencia de un cliente comenzaron a tintinear.
—¡Enseguida estoy con
usted! —gritó Fred desde su humilde despacho, haciendo tiempo para enjugar y
limpiar las lágrimas.
La tienda que regentaba
estaba llena de objetos y muebles colocados de forma caótica a lo largo y ancho
de todo el local. Para los ojos de cualquier persona ajena al mundo de lo
artístico, no eran más que un montón de trastos viejos; en cambio, para
cualquier experto o enamorado del arte, todas aquellas creaciones poseían un
valor incalculable.
Junto al mostrador,
aguardaba un hombre desgarbado, de avanzada edad, que portaba una bolsa de
papel en sus manos. A Fred le pareció un mendigo buscando cobijo y se dirigió a
él dispuesto a echarle mientras se limpiaba sonoramente la nariz con su pañuelo
blanco de hilo fino.
—¿Se encuentra usted
bien, caballero? —preguntó el anciano conmovido por la pena que emanaba de su
mirada.
Enseguida se dio cuenta
de que la imagen que se había formado de aquel señor no se correspondía con la
realidad y decidió atenderle con la amabilidad que le caracterizaba.
—Sí, estoy bien
gracias. Es este dichoso catarro que me tiene un poco congestionado. Usted
dirá, ¿en qué puedo ayudarle?
—Verá, le traigo un
objeto que no podrá rechazar —dicho esto, sacó de la bolsa una peculiar regadera
de cobre.
Fred se quedó sin
palabras.
No había duda de que se
trataba de la regadera “mágica” de la mitología vikinga: Un peculiar recipiente redondo de cobre rojizo
que poseía un extraordinario poder, ya que devolvía a la vida todo cuanto se
regaba con ella.
Fascinado por aquel
objeto, Fred sacó su lupa de precisión y lo observó con más detalle.
—¿Cuánto quiere por
ella?—preguntó sin apartar su mirada de la mítica regadera.
—10.000 £
—¿Qué? —dijo Fred
ofendido—eso es una barbaridad.
—¿Está seguro? —le
reprochó el extraño—teniendo en cuenta todo lo que podría hacer con ella…, yo
pienso que es un precio bastante modesto.
—Lo siento mucho —respondió
intentando mantener la calma—pero en estos momentos no podría comprársela
aunque quisiera, no dispongo de liquidez, mi última adquisición se ha llevado
gran parte de mi patrimonio—terminó la frase arrastrando las palabras.
—Lo sé, últimamente no
se habla de otra cosa en toda Escocia. Entre
usted y yo —dijo en tono confidente—¿tanto valía para usted aquel cuadro? —hizo
una breve pausa y retirando la regadera del mostrador, continuó—Vaya, es una
pena que no pueda quedarse con este bonito objeto. ¿Se imagina lo que podría
hacer con ella? Tan solo regar una imagen para llenarla de vida…
El anciano se dio media
vuelta pero la mano de Fred agarró su hombro a tiempo.
—Espere, ¿cómo sé yo
que es la auténtica y que realmente tiene ese poder?
—Muy sencillo, querido
Frederick, la probé con mis propias piernas.
—Un momento, cómo sabe
mi… —Fred se quedó atónito al reconocer a un Donald Frais más delgado, más envejecido
y sin su silla de ruedas.
—Sí, soy yo. Como
puedes comprobar, la regadera funciona.
Fred empezó a imaginar
lo que haría con ella y, desesperado, lanzó su única oferta:
—Tengo 7.000 £ en mi
cuenta, eso es todo cuanto poseo, si acepta, mañana acudiré al banco y
formalizaré el pago.
—De acuerdo—dijo tras
un incómodo silencio—Pero haremos lo siguiente: yo le entrego en este momento
la regadera—para no llevarla encima a estas horas de la noche—a cambio, querido
Frederick, redactará un escrito en el que conste que si mañana no me ha hecho
entrega del dinero que me debe, recuperaré mi regadera y, para compensarme,
usted me cederá su preciosa obra de Dicksee.
Fred era un hombre de
palabra y sabía que lo primero que haría al despertar sería acudir al banco a
cumplir con su parte del contrato así que no tuvo inconveniente en escribir
aquel documento para tranquilidad del viejo Donald.
Bastaron unos segundos
tras despedir al profesor, para plantarse frente al cuadro con una gran sonrisa.
Sin perder más tiempo,
se dirigió al baño para llenar la regadera canturreando la melodía de algún
clásico.
Con cierta
incredulidad, dirigió su mirada a la pastilla de jabón. Volcó levemente la
regadera y del pitorro emanó un chorro de agua que empapó el jabón entero. Se
quedó un rato observando y aquella sonrisa de esperanza se desdibujó de golpe.
—¡Soy idiota! —se insultó
frente al espejo. De pronto, brotó una escandalosa carcajada de su boca—Sí, soy
un auténtico idiota, ¿pero qué esperaba, que saliera dando saltos de la
jabonera?
Corrió a su despacho e
hizo la prueba con la planta seca que tenía junto a la ventana. No había duda
de que aquella era la auténtica regadera vikinga.
De nuevo frente al
cuadro, le asaltaron las dudas: “¿Y si solo funciona con seres vivos? ¿Y si te
riego y solo consigo estropearte?, te perdería para siempre.”
“Piensa, piensa, se te
tiene que ocurrir algo”
No tardó en escoger un
pequeño bodegón en el que aparecían varios peces muertos, una hogaza de pan y
una copa con vino blanco. Sin detenerse, roció a los peces con su regadera de
cobre y como si de un milagro se tratase, aquellas resbaladizas criaturas
comenzaron a moverse y a retorcerse mientras abrían y cerraban la boca tratando
de respirar.
Regresó al despacho con
aire triunfal. Pero una última duda le asaltó antes de dar el gran paso: “¿y si
no le gusto? ¿y si me rechaza?”
—No, no puedo hacerlo —se
convenció a sí mismo—pero tampoco puedo quedarme así.
Se dirigió a la tienda,
donde guardaba los trajes de época y escogió un bonito atuendo que había sido utilizado
para representar a Romeo en el Teatro Real en un centenar de funciones.
Esta vez, aferró la
rechoncha regadera de cobre, y regó toda la superficie del lienzo. En vez de
emborronarse, los colores se volvieron más intensos y la joven del cuadro se
giró a observarlo. De sus ojos verdes brotaron lágrimas de emoción y, a
continuación, extendió su pálida y delicada mano de doncella para acariciar el
rostro de su apuesto galán pero una especie de barrera invisible le impedía llegar
hasta él.
Fred se acercó aun más
y estiró el brazo. La mano del muchacho atravesó el oleo sin resistencia y fue
absorbido hacia el interior del cuadro con gran violencia. Tumbado en el suelo,
fue atendido por la bella dama, que se deshizo en caricias y abrazos.
No podría decir con
exactitud el tiempo que pasaron hablando, riendo, regalándose besos y abrazos
pero sí me atrevería a afirmar que estaban hechos el uno para el otro y que la
larga espera había merecido la pena.
—Amor mío, llevamos
mucho tiempo aquí fuera —le susurró Julieta al oído—se me están durmiendo las
piernas, mira apenas puedo moverlas.
Fred salió de su
ensueño y se dio cuenta de que algo no iba bien. Al igual que su amada, él
también notaba cierto entumecimiento en sus piernas. Alarmado, observó a su
alrededor y comprobó que las hojas y las flores del balcón habían dejado de moverse,
que la suave brisa del atardecer se había detenido por completo, fue entonces
cuando se fijó en los colores: ya no eran tan intensos y podía apreciar el
detalle de las pinceladas, incluso en el camisón de su amada. Lleno de
esperanza, comprendió que mientras el cuadro permaneciera húmedo ellos se
mantendrían con vida. Con un gesto inconsciente intentó alcanzar la regadera pero
la misma barrera invisible que detuvo a Julieta al principio, ahora le impedía
volver a su despacho.
Resignado pero feliz
por estar junto a la mujer de su vida, se sentó sobre el muro del balcón, la agarró
por la cintura y le pidió que le abrazara y le besara como si esa fuera la
última vez.